ANGELES SOBRE BERLIN (colaboración 5)

[Esta historia la causó la lectura del relato “El buitre”, de Kafka].

Icono equivocado

De niño, como todos lo niños, G. ve la parte invisible del mundo como es realmente. Ha aprendido a no decírselo a sus padres, porque sabe que no le van a creer. Si supiéramos lo listos que son los niños, nos daría pavor intentar educarlos, así que nos hacemos los tontos pensando que ellos lo son. Por ejemplo, para un niño normal es suficiente meter una vez los dedos en un enchufe para no volver a hacerlo. Los que son especiales y llegarán más lejos en la vida no se contentan con eso, saben que la misma cosa puede saber, oler, sentirse distinta en otra ocasión. Por eso, inquisitivos, sabiendo que parten de cero y que lo que no aprendan ellos nadie se lo va a enseñar, meten los dedos en el enchufe en condiciones variables dos y hasta tres veces. Solo entonces aceptan que produce dolor con independencia de que se haga de noche o de día, vestidos de domingo o con el guardapolvos de semana.
G., como todos los niños, ve lo mismo que ven sus padres: la mesa, la silla, la puerta, la cama. Pero también ve otros seres; por ejemplo a su Ángel de la Guarda. Lo tiene en muy baja estima, porque no entiende para qué está allí. Sobre todo aparece en los momentos más divertidos, con cara de pena; por ejemplo, cuando se sube a los árboles o se mete en la charca grande. El Ángel le dice que no lo haga pues debe obedecer a sus padres, que se lo han prohibido. Así que no se relaciona con él y le saca la lengua, lo que aumenta la expresión de pena y de tonto del Ángel y a G. le da la risa.
En cambio, sí le gusta acomodarse en el regazo del abuelo cuando este se sienta en la mecedora. Al abuelo le viene muy bien porque, insustancial como es, aunque disfrute de sentarse en la mecedora no es capaz de balancearla. El abuelo quiere mucho a G., tanto o más de lo que le quería cuando estaba vivo. A diferencia de sus padres, al abuelo no le importaba que se subiera a los árboles y se metiera en la charca grande, y le daba a escondidas los caramelos que los padres de G. no querían darle; por los dientes, decían. Cuando G. ve a su abuelo en la mecedora, se sienta encima y la mueve hacia atrás y hacia adelante. El abuelo sonríe y le acaricia la cabeza. Además, al abuelo también le parece que el Ángel es tonto y se burla de él, lo mismo que los bisabuelos. Con ellos no tiene mucha relación. Es cierto que se ríen de sus travesuras, que en cierta manera son cómplices, pero no le quieren. G. comprende que, aunque hay algo que le une a ellos, para que existiera cariño se tendrían que haber muerto cuando él ya había nacido. Si no hay un vínculo de cariño estando vivos, no lo puede haber después. Los muertos no pueden aprender a querer, piensa G.; y se lo dice al abuelo. Es cierto, responde este, pero no es culpa nuestra. Además es una suerte, porque de esta manera, cuando haya muerto el último que nos conoció vivos, podremos desaparecer por fin. No es grave estar muerto y andar por los mismos lugares de siempre, pero no te creas que merece mucho la pena.

El Ángel lleva muy mal el trato que recibe. No es su primer trabajo, pero los anteriores, siempre niños educados por una madre piadosa que les enseñaba dibujos de los ángeles, le habían respetado. Para alguien que ha estado al lado de Dios, ese desprecio le sienta mal, hasta nace en él una sensación de rencor. Se da cuenta de que en este mundo nuevo ha muerto la idea de Dios y que él, y todos sus hermanos y superiores, necesitan para vivir de esa idea creada por el hombre. Y un Ángel con rencor, por muy angélico que sea, ha cruzado la raya prohibida. Hasta cambia físicamente. Esa luz, que tanto molestaba a G., a su abuelo y a sus bisabuelos, por la que G. lo expulsaba de la habitación cuando quería dormir, le ha ido desapareciendo. Se va oscureciendo hasta que, llegado el momento exacto en la vida de G., desaparece junto con el abuelo y los bisabuelos.
De todo esto, G. había aprendido a no hablar con nadie salvo con la abuela; cuando se podía hablar con ella porque normalmente tenía la cabeza perdida. Pero en esos momentos en que la abuela “pisaba el suelo que pisaba”, como decía su madre, la hablaba del abuelo y los bisabuelos. Ella le acercaba la boca a la oreja y le susurraba: “Yo también los veo”.

G. creció, dejó de ver a los muertos, aunque a diferencia de otros nunca olvidó que los había visto, y llevó la vida que pudo elegir dadas sus circunstancias. Una vida como las demás, carente de importancia.

Un día que estaba solo, se encontró frente a un buitre. Enseguida reconoció en él al Ángel. Supo que estaba perdido, que había llegado su hora y que ese Ángel ennegrecido no lo iba a tratar muy bien. Pero ni siquiera le sacó le lengua, ni tampoco puso un gesto de pena o arrepentimiento. No le caía bien cuando era un niño y ahora no le iba a dar esa satisfacción.



10 comentarios:

  1. Amigo NáN:

    Conectamos, y mucho, en un espacio y en un tiempo y, como no, te cogí cariño (y no pienso soltarlo).
    Me ha gustado un montón tu texto igual que otros tuyos aunque me salto los políticos, ya sabes...
    Te mando un montón de besos por esto y otro montón por los que nos debemos.

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  2. A mí también me ha gustado.

    Besos.

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  3. Y a mi...
    Buen fin de semana lleno de besos

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  4. Me gustan los relatos misteriosos como este tuyo, y además, me ha despertado ternura, ya ves.
    Y me gusta G, que hasta el final es consecuente.
    Muy bueno ;)


    Un besito


    Lala

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  5. Si es que algunos ángeles de la guarda estarían mejor guardando nubes y estrellas y dejando tranquilos a los niños que ya tienen bastante con los muertos.

    Un abrazo

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  6. ¿Cómo va eso?

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  7. Angeles que nos guardan las espaldas, aunque visto lo visto, no siempre es así...

    Un abrazo amiga... paso con prisas pero he podido pasar... un abrazo y un beso claro....

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  8. Muchas gracias a todos, que lo habéis leído hasta el final, y eso que no sé hacer cosas cortas.

    Y sobre todo a la dueña de la casa, por ponerlo a pesar de lo largo y por tantas cosas más.

    Besos para todos

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  9. Es gran realato que nos demuestra la intelugencia del autor. Gracias por compartirlo con nosotros.

    Un abrazo desde Japón.

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  10. Y yo cómo no vi este texto tan formidable???
    Besos a los dos

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